martes, 3 de junio de 2014

El jardinero

Sus tres mujeres lo acompañaban, todas en perfecta sintonía, mientras él luchaba por tomar el aire.
No había otro ruido en la habitación más que su respiración entrecortada y el pitido incesante del aparato que estaba a un lado. De vez en cuando se dejaba escapar un sollozo. Todas miraban, expectantes.

No te vayas, amor mío, sin despedirte de mí. 

La más grande no se atrevía a tocarlo. Le bastaba con sentarse al lado izquierdo de su cama y observar. Se le notaba cansada, muy cansada. Sin embargo, ella se mantenía en guardia, aunque no firme ni serena. Era, de las tres, la que más recuerdos tenía. Esa noche su mente era un torbellino. Los recuerdos iban y venían, algunos felices y otros no tanto, sin embargo ella simplemente los observaba con pesar.

Te he vigilado toda la noche y ahora mi párpados están pesados y con sueño. 

La que tenía más entereza era la de en medio. Esa mujer le había escogido, esa mujer le había sufrido. Había sido inmensamente feliz con él y le dolía en el alma lo que ahora estaba pasando. Pero ella mantenía su firmeza, pues pensaba en sus deberes. No podía permitirse ningún momento de debilidad. Su principal razón de vivir y soporte se escurría ante sus ojos, pero ella mantenía la calma externa. Por dentro estaba gritando, como una niña asustada, pero eso ninguna de las otras dos mujeres lo veía.

Temo perderte cuando esté durmiendo.

Ninguna de las tres mujeres permitían que sus párpados se rindieran.
De repente, el lanzó un quejido y su respiración se interrumpió momentáneamente. La segunda mujer posó su mano en su cara de inmediato dándole consuelo, pues se encontraba a su lado, de pie.

Me sobresalto y extiendo mi mano para tocarte. Me pregunto a mí misma: "¿Será esto un sueño?"

A los pies de su cama se encontraba la más pequeña. Sus ojitos estaban llenos de terror y de tristeza, los mantenía posados sobre él, mientras sus manos acariciaban sus pies. Sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo, y no sabía qué era lo que debía hacer. No podía hacer nada para ayudar. De las tres, era la que había compartido menos tiempo con él y la que más disgustos le había ocasionado.

Desde los pies de la cama, miraba a las otras dos mujeres. Compartía el dolor de la primera, mas no lo entendía por completo. Observaba la ecuanimidad de la segunda y eso le daba justo el ánimo suficiente para no romper a llorar. No debía romper a llorar pues sabía que, en cuanto lo hiciera, la segunda mujer perdería la compostura.
Por ello le acariciaba suavemente sus pies, como tantas veces atrás lo había hecho, algunas de ellas incluso con disgusto. Ya ahí no había disgusto, sólo existía el deseo desesperado de detectar alguna especie de respuesta. Pero él ya no respondía.

¡Ah! ¡Si acaso pudiera enredar tus pies con mi corazón y estrecharlos contra mi seno!

Él no podía contestarles. No podía consolarlas.

Hubiera dado todo lo que tenía para poder decirles que sabía que estaban allí. Que las amaba por igual a las tres, de manera particular a cada una de ellas. Que estaba agradecido por poder estar ahí con ellas. ¡Ah! ¡Si tan sólo pudiera decir una palabra!
Pero estaba débil. Cansado.

Resignado.

Deseó seguir formando parte de sus vidas, deseó por observar, poder compartir... abrazar. Regañar con los errores y felicitar en los triunfos.

Intentó verlas... y despedirse.

No te vayas, amor mío, sin despedirte de mí. 

Con tristeza, horror y súbita conciencia de lo que estaba sucediendo, su madre, su esposa y su pequeña hija escucharon al aparato detenerse, para después continuar en un sonido constante que taladraba sus oídos... y su corazón.

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